Adriana Rovira dirigió el Instituto Nacional de Personas Mayores (Inmayores) entre 2012 y 2020, y formó parte de la Comisión de Expertos de la Organización de Estados Americanos (OEA) que redactó la Convención Sobre la Protección de Derechos Humanos de las Personas Mayores entre 2013 y 2015. | Fuente: Facultad de Psicología de la Universidad de la República (Uruguay).

Para esta edición 33, el Boletín del PICSPAM dialogó con Adriana Rovira sobre la urgencia de crear sistemas de cuidados integrales, universales y sostenibles para las personas mayores de Iberoamérica. Doctora en Psicología por la Universidad de la República (Uruguay), se destaca como docente, investigadora y consultora internacional en derechos humanos, cuidados, vejez y envejecimiento. En esta conversación, Rovira analiza los obstáculos estructurales que enfrentan las políticas de cuidados en la región y propone caminos concretos para transformar la arquitectura institucional y cultural del cuidado hacia modelos más justos y corresponsables.

Pregunta. Partiendo de tu valiosa experiencia en el campo, ¿qué características indispensables deben reunir los cuidados de larga duración destinados a personas mayores?

Respuesta. Los cuidados de larga duración, que son los de mayor complejidad porque brindan atención a personas con altos niveles de dependencia, deben ser conceptualizados como parte de un sistema progresivo de cuidados, y no como servicios aislados o desarticulados de otros componentes de la atención a la dependencia. Esto implica asumir el principio de integralidad, donde la coordinación entre salud, protección social, autonomía y derechos debe formar parte constitutiva de estos servicios.

La calidad de la atención es un eje central, y debe estar basada en estándares de Atención Centrada en la Persona, considerando su historia, vínculos, intereses y necesidades específicas. Si quienes reciben cuidados y quienes los brindan no son reconocidas y protegidas en sus derechos, ello afecta directamente la calidad de los servicios, profundizando desigualdades y reproduciendo prácticas deshumanizantes.

Asimismo, es indispensable que estos servicios cuenten con sostenibilidad financiera, donde el rol del Estado como proveedor y garante del derecho al cuidado sea central. La sostenibilidad debe garantizar la accesibilidad universal a los servicios, sin discriminación por razones territoriales, económicas o de género.

Los cuidados de larga duración deben ser conceptualizados como parte de un sistema progresivo de cuidados, y no como servicios aislados o desarticulados de otros componentes de la atención a la dependencia.

Pregunta. Entonces, ¿cómo defines el principio de integralidad y cuál es su relevancia en las políticas de cuidado?

Respuesta. La integralidad en las políticas de cuidado se define como un enfoque que reconoce y articula las múltiples dimensiones del bienestar humano, entendiendo que el cuidado no puede reducirse a la atención sanitaria ni a la provisión de asistencia básica. Es necesario evitar respuestas fragmentadas y sectoriales: muchas políticas de cuidado tienden a centrarse exclusivamente en el sistema de salud o en servicios asistenciales, dejando de lado otras necesidades vitales como la autonomía, la participación social, el acompañamiento afectivo o la atención a la salud mental.

La integralidad permite superar esa lógica reduccionista y favorece una atención desde el paradigma de los derechos humanos y los principios de justicia social. En este sentido, la articulación sociosanitaria es clave para garantizar la integralidad, ya que permite evitar la fragmentación institucional y las dificultades de coordinación intersectorial que muchas veces afectan la implementación de políticas públicas. Asimismo, la integralidad promueve la corresponsabilidad entre actores —Estado, familias, comunidad y mercado—, lo que permite avanzar hacia modelos de cuidado más justos capaces de responder a la diversidad de situaciones de dependencia.

El cuidado no puede reducirse a la atención sanitaria ni a la provisión de asistencia básica.

Pregunta. Teniendo en cuenta las particularidades de los países de la región, ¿cuáles crees que son los principales obstáculos para la implementación de sistemas de cuidado efectivos que aborden las múltiples necesidades de las personas mayores?  

Respuesta. El contexto iberoamericano es extremadamente heterogéneo: conviven países que atraviesan transiciones demográficas muy distintas y que exhiben grados también diversos de desarrollo de políticas públicas, capacidades fiscales y experiencias en materia de cuidados. Esta diversidad configura un circuito vicioso que dificulta la implantación de sistemas capaces de atender simultáneamente las necesidades de las personas mayores y las desigualdades de género, la escasa oferta pública desplaza la responsabilidad al hogar; la feminización no remunerada reproduce la desigualdad; la falta de regulación precariza el trabajo de cuidado; y el financiamiento insuficiente impide universalizar derechos. Superar ese ciclo exige voluntad política sostenida, reformas fiscales progresivas, leyes de corresponsabilidad que reconozcan el trabajo no remunerado, profesionalización de la fuerza laboral, sistemas de información robustos y participación vinculante de las personas mayores en todas las fases de la política pública.

Un obstáculo central es que el cuidado sigue viéndose como un “deber moral” de la familia —y, dentro de ella, de las mujeres— más que como un derecho garantizado por el Estado. En Uruguay, el estudio reciente de Batthyány, Perrotta y Scavino, titulado “Representaciones sociales del cuidado en Uruguay: ¿Mandatos de género en transformación?”, evidencia que el principal desafío para consolidar el sistema de cuidados es transformar esa asignación cultural del cuidado como “destino femenino”.

Sobre esta cuestión, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que las mujeres realizan el 73,4% de las horas de cuidado no remunerado y dedican, en promedio, tres veces más tiempo que los varones a estas tareas. Mientras este trabajo no se reconozca ni se contabilice, cualquier reforma quedará incompleta. Con una tasa de informalidad cercana al 50% en 2024, los Estados disponen de escaso margen para financiar seguros de dependencia y servicios públicos de larga duración. La base contributiva estrecha restringe la expansión de un sistema universal.

Otra de las dificultades tiene que ver con que las competencias de salud, protección social y vivienda suelen estar dispersas en varios ministerios que raramente comparten presupuestos, protocolos o bases de datos. La Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH) constata que solo Uruguay, Costa Rica y —parcialmente— España han logrado marcos normativos unificados. En la mayoría de los países los programas existentes siguen siendo pilotos o fondos focalizados sin articulación sistémica.

Especialmente en el cuidado a largo plazo, también es clave identificar la precarización y feminización del mercado de trabajo en cuidados que persiste en la región. Predominan empleos informales, en un mercado laboral con bajos salarios, jornadas extensas y alta proporción de trabajadoras migrantes. Esto genera rotación elevada y baja calidad, reforzando la idea de que el cuidado “no requiere calificación” y, a su vez, la oferta de servicios se concentra en grandes ciudades, lo cual deja a las zonas rurales o más alejadas de estas ciudades con dificultad de acceso reforzando la dependencia familiar.

Otro factor relevante son estereotipos que aún persisten asociados a la edad en la vejez que la comprenden desde la pasividad, provocando dificultades de legitimidad de invertir recursos sustanciales en cuidados. Como resultado, las necesidades de las personas mayores tienden a relegarse frente a otras agendas, por eso es importante identificar cómo todos estos factores juntos conforman una estructura de obstáculos presentando un escenario muy complejo.

El cuidado sigue viéndose como un “deber moral” de la familia —y, dentro de ella, de las mujeres— más que como un derecho garantizado por el Estado.

Pregunta. En este escenario que describes, ¿qué aspectos destacarías para pensar o evaluar políticas desde la óptica —y los derechos— de las personas que brindan cuidados de larga duración a personas mayores?

Respuesta. El reconocimiento de los derechos de las personas que cuidan es fundamental, ya que el cuidado es un bien social relacional, y para garantizar el derecho al cuidado es clave que tanto quien cuida como quien recibe los cuidados sean reconocidas y protegidas en sus derechos y en su dignidad.

La protección de los derechos de las personas que cuidan debe contemplar dos grupos diferenciados, pero ambos relevantes. Por un lado, quienes realizan tareas de cuidado en el ámbito familiar, desde el trabajo no remunerado y muchas veces naturalizado como parte de las obligaciones familiares. Y, por otro lado, quienes desempeñan el cuidado como trabajo remunerado, en contextos institucionales o domiciliarios.

En el primer caso, es imprescindible reconocer las brechas y los impactos que las tareas de cuidado generan en la salud mental, las trayectorias laborales y la autonomía económica de las mujeres. Se vuelve prioritario establecer mecanismos de protección social, licencias por cuidados y transferencias monetarias que reconozcan el aporte económico y social de asumir estas tareas, muchas veces invisibilizadas. En el segundo caso, es necesario identificar al cuidado como un trabajo remunerado que requiere marcos de protección de derechos integrales, que contemplen diversas dimensiones como las condiciones laborales dignas, salarios adecuados, jornadas compatibles con la vida personal, descansos, licencias, acceso a la seguridad social y a la sindicalización.

También es clave la formación y reconocimiento profesional, la certificación de competencias, jerarquización del rol del cuidado y políticas que reviertan la desvalorización de esta tarea, predominantemente asumida por mujeres de mediana edad y con bajos niveles de escolaridad.

Otro tema relevante es la salud mental y física de las personas que cuidan, el diseño de estrategias de acompañamiento y prevención del desgaste o agotamiento físico y emocional, lo que se conoce como síndrome burnout, debería ser básico en las políticas de cuidado.

El enfoque interseccional también es imprescindible, se deberían abordar las múltiples dimensiones de desigualdad que atraviesan a las personas que cuidan, muchas de las cuales son mujeres migrantes de sectores empobrecidos, sin acceso a derechos básicos ni reconocimiento institucional. Y por último, pero no menos importante, tener en cuenta las voces de cuidadoras formales e informales, ya que el conocimiento que estas personas construyen desde la experiencia debe ser considerado un saber legítimo, con valor para el diseño de programas, servicios y sistemas de cuidado.

Para garantizar el derecho al cuidado es clave que tanto quien cuida como quien recibe los cuidados sean reconocidas y protegidas en sus derechos y en su dignidad.

Pregunta. Una vez identificados los obstáculos ¿cuáles consideras que son los tres mayores desafíos que presentan las políticas públicas vinculadas a los servicios de cuidados de larga duración para mejorar la atención a las personas mayores?  

Respuesta. Lo primero que debe comprenderse es que los cuidados de larga duración constituyen el “talón de Aquiles” de las políticas públicas de cuidado en la región. Se trata del componente más frágil, costoso y estructuralmente rezagado dentro de los sistemas de protección social. En América Latina, por ejemplo, el cuidado de larga duración se encuentra profundamente familiarizado. Es decir, delegado casi exclusivamente a las familias y, como ya he mencionado, particularmente a las mujeres. Además, donde existe oferta de servicios, ésta suele dividirse entre una provisión privada de alto costo o alternativas precarias, muchas veces sin regulación ni garantías de calidad.

Construir un piso de protección social robusto en este campo es una tarea urgente, pero de alta complejidad, que requerirá tiempo, voluntad política, reformas estructurales y recursos sostenidos, que no sólo implica expandir servicios, sino transformar profundamente la arquitectura institucional y cultural del cuidado en la región En este contexto, considero que los tres desafíos prioritarios son la universalización, el financiamiento público y la formación y profesionalización.

Con la universalización se daría respuesta a la actual fragmentación y desigualdad en el acceso a los servicios de cuidados de larga duración. Esto implica superar las brechas territoriales, asegurar servicios que respondan a diversas realidades socioculturales e incorporar una perspectiva de curso de vida, paradigma de derechos humanos y la comprensión de la autonomía progresiva.

El financiamiento público es un punto crítico, pero no habrá mejora de la calidad de estos servicios sin financiamiento estatal. Los cuidados de larga duración requieren una inversión sostenida y significativa, que no puede seguir dependiendo del esfuerzo individual ni de arreglos familiares desiguales. Se necesita un modelo de financiamiento público solidario, que redistribuya la carga del cuidado, la inclusión del cuidado de larga duración en los presupuestos nacionales y de seguridad social, bajo una lógica de derechos sociales garantizados y mecanismos fiscales que permitan sostener el sistema sin profundizar la desigualdad.

La formación y la profesionalización de las personas que cuidan es el tercer gran desafío, que en su mayoría son mujeres en situación de pobreza y su trabajo se encuentra históricamente precarizado, invisibilizado y sin reconocimiento profesional. Las condiciones laborales suelen ser inadecuadas, con bajos salarios, alta rotación y sobrecarga emocional, lo que incide directamente en la calidad del cuidado brindado. Para mejorar este escenario, considero que se requiere la implementación de políticas de formación continua con enfoque de derechos, atención centrada en la persona y perspectiva de género, y el reconocimiento del cuidado como trabajo esencial y especializado, con marcos normativos adecuados, salarios dignos y acceso a la seguridad social.

Los cuidados de larga duración constituyen el componente más frágil, costoso y estructuralmente rezagado dentro de los sistemas de protección social.

Pregunta. Considerando los desafíos prioritarios que ponderas, ¿qué tipo de políticas o programas podrían apoyar y visibilizar este rol de las personas mayores como cuidadoras, mujeres en su mayoría?

Respuesta. Visibilizar y apoyar el rol de las personas mayores como cuidadoras exige reconocimiento jurídico, protección social, profesionalización, alivio de la sobrecarga, datos robustos y campañas culturales que combatan el edadismo y los mandatos de género. Solo así se podrá romper el círculo de invisibilidad que ha relegado este trabajo esencial al ámbito privado y se avanzará hacia sistemas de cuidado realmente justos, sostenibles y corresponsables.

Considero que la mejor forma de reconocimiento es a partir de transferencias económicas directas y los servicios llamados “de respiro”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que participar al menos una vez por semana en servicios de respiro disminuye un 30 % los síntomas de ansiedad y depresión de las personas cuidadoras mayores.

Visibilizar y apoyar el rol de las personas mayores como cuidadoras exige reconocimiento jurídico, protección social, profesionalización, alivio de la sobrecarga, datos robustos y campañas culturales que combatan el edadismo y los mandatos de género.

Pregunta. ¿Y qué estrategias podrías sugerir para lograr una mayor participación de las personas mayores en el diseño y monitoreo de las políticas de cuidado en general y de larga duración en particular?

Respuesta. Entiendo que debería existir una prioridad en la promoción de la participación protagónica de las personas mayores en las acciones de definición, monitoreo y evaluación de las políticas públicas de cuidado. Asegurar la inclusión y la participación efectiva de las personas mayores exige pasar de un enfoque consultivo y ocasional a espacios de diálogo permanente, sustentado en derechos humanos y corresponsabilidad social. Se debe garantizar la voz directa de las personas mayores en la toma de decisiones y crear canales permanentes de rendición de cuentas.

El primer paso, considero, es garantizar que la participación no dependa de la buena voluntad política del momento. Para ello, las leyes que regulan los sistemas de cuidado deberían mandatar a las áreas que coordinen las políticas a integrar representantes de organizaciones de personas usuarias y referentes académicas y sociales en espacios consultivos.

Particularmente, Uruguay ha demostrado la viabilidad de este modelo a través del Comité Asesor de Cuidados de la Secretaría Nacional de Cuidados y Discapacidad y del Consejo Consultivo del Instituto Nacional de Personas Mayores, espacios donde las organizaciones inciden de forma directa en la planificación y la evaluación de las políticas. El país ofrece una referencia valiosa con la integración de representantes de organizaciones de personas mayores en dichos espacios, que influyen activamente en la definición de políticas públicas.

También es clave dotar las políticas de pertinencia local. Es importante incorporar el eje territorial, asegurando que las prioridades locales sean definidas por las propias personas usuarias y las comunidades donde viven, evitando respuestas uniformes que no contemplan la diversidad de los contextos comunitarios.

Sería significativo, además, promover la creación de observatorios de cuidados liderados por organizaciones de personas mayores, en articulación con universidades y defensorías de derechos humanos, ya que esto permitiría generar evidencia autónoma sobre calidad, accesibilidad y trato digno en los servicios. Los informes públicos, abiertos y comparables en el tiempo, ejercen también una buena herramienta de presión política para corregir brechas y detectar la violación de derechos.

Asegurar la inclusión y la participación efectiva de las personas mayores exige pasar de un enfoque consultivo y ocasional a espacios de diálogo permanente, sustentado en derechos humanos y corresponsabilidad social.

Pregunta. Por último, recientemente se definió un nuevo Grupo de Trabajo en Naciones Unidas (ONU), en Ginebra, para la elaboración de una Convención Internacional de las Personas Mayores. ¿Cómo evalúas esta iniciativa?

Respuesta. Se trata de un hito histórico la reciente creación del Grupo de Trabajo Intergubernamental (IGWG, por sus siglas en inglés) en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, para redactar una convención internacional vinculante sobre los derechos de las personas mayores. Hasta ahora el debate se apoyaba en instrumentos dispersos y en el Grupo de Trabajo Abierto sobre Envejecimiento, que tras catorce años de sesiones y el balance del Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento, no había conseguido iniciar la negociación de un tratado específico. Este nuevo Grupo (IGWG) representa que se ha jerarquizado el tema en la agenda de derechos humanos y crea la posibilidad de fortalecer la exigibilidad ante las omisiones estatales.

Ahora bien, la experiencia de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores demuestra que disponer de un instrumento jurídico, por sí solo, no garantiza avances sustantivos en las políticas públicas. Aunque la Convención reconoce explícitamente el derecho al cuidado —y, en particular, al cuidado de larga duración— persiste una brecha significativa entre el reconocimiento normativo y la garantía efectiva de su cumplimiento. Esta brecha es especialmente profunda en los países de la región y se ha visto acentuada tras la pandemia de COVID-19 iniciada en 2020, lo que refuerza la urgencia de avanzar hacia sistemas integrales, universales y sostenibles de cuidado.

Este aprendizaje regional es muy claro, un tratado internacional debe ir acompañado de un sistema efectivo de monitoreo y fiscalización, así como recursos técnicos y financieros para apoyar la implementación nacional. Aun así, dotar al sistema universal de derechos humanos de una convención específica para la vejez mejora el nivel de exigibilidad y las herramientas de incidencia, y ofrece un marco normativo robusto para impulsar la corresponsabilidad estatal en materias críticas como los cuidados de larga duración.

Un tratado internacional debe ir acompañado de un sistema efectivo de monitoreo y fiscalización, así como recursos técnicos y financieros para apoyar la implementación nacional.

#Zoom: aportes de Adriana Rovira

El diálogo con Adriana Rovira sobre el eje del Boletín 33 del PICSPAM dejó una serie de recomendaciones que vale la pena sistematizar y compartir. Entre los conceptos claves que la experta uruguaya explícita, sugiere que para abordar políticas, acciones o dispositivos de formación vinculados al cuidado, es necesario tener en cuenta los siguientes principios:

  • Cuidado como derecho humano: implica reconocer el cuidado como una obligación del Estado y como parte del entramado de derechos sociales que aseguran una vida digna.
  • Autonomía y autodeterminación: el cuidado debe promover la autonomía de las personas que requieren cuidado, respetar su voluntad y decisiones, y evitar toda forma de tutelaje o control que limite su capacidad de decisión.
  • Cuidado comunitario e interdependencia: es necesario superar la lógica individualista y promover modelos comunitarios, donde el cuidado se entienda como una responsabilidad compartida y un bien común. La activista Maggie Kuhn, fundadora del movimiento Gray Panthers, sostenía este principio como fundamental, reivindicando la vida en comunidad como espacio clave para sostener el cuidado. Ya en la década de 1970 defendía la creación de redes vecinales intergeneracionales de apoyo mutuo, donde personas jóvenes y mayores compartieran tiempo, habilidades y recursos.
  • Corresponsabilidad social: implica una distribución equitativa del cuidado entre el Estado, las familias, la comunidad y el mercado, rompiendo con el modelo familista que sobrecarga a las mujeres y reproduce desigualdades de género y clase.
  • Economía del cuidado: es necesario reconocer el cuidado como un eje estructurante de las economías, visibilizando su contribución al bienestar colectivo y su centralidad en la reproducción social.
  • Equidad y justicia de género: exige analizar cómo las desigualdades de género y edad se entrecruzan en las prácticas y políticas de cuidado, y demanda respuestas que reparen las desigualdades acumuladas a lo largo del curso de vida.
  • Desmercantilización del cuidado: es clave garantizar que el acceso a los cuidados no esté determinado por la capacidad de pago, sino que sea provisto como derecho mediante financiamiento público y con una lógica redistributiva y solidaria.

Con relación a la formación, Rovira manifiesta que esta debe ser entendida no sólo como una política de capacitación técnica, sino como una intervención estructural que incide en la redistribución de recursos. Por lo tanto, la formación debe ser concebida en una doble dimensión:

  • Como herramienta de inclusión social: el acceso a procesos formativos tiene un impacto directo en la trayectoria laboral y en la autonomía económica de las mujeres, quienes históricamente han asumido el cuidado de forma no remunerada y desvalorizada.
  • Como mecanismo de protección de derechos: la mejora en la calidad de las prácticas de cuidado, cuando estas se basan en principios de derechos humanos, autonomía y atención centrada en la persona, fortalece la garantía del derecho al cuidado.

Asimismo, la experta precisa que la formación es clave para desnaturalizar los mandatos de género que sostienen que “las mujeres cuidan bien porque son mujeres”, perpetuando una división sexual del trabajo que relega el cuidado al ámbito privado y a la afectividad femenina, obstaculizando su valorización como trabajo social, político y profesional.

Entrevista publicada en el Boletín 33: «Cuidados de larga duración: Oportunos, asequibles, accesibles y de calidad. Derecho subjetivo a los cuidados y su transposición a las normativas y ecosistemas comunitarios para los cuidados».