Por: Esp. Mariana Rodríguez, Esp. Leandro Laurino y Esp. Esteban Franchello
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Durante la historia de la humanidad, el sentido de la soledad fue un territorio explorado por las religiones, la filosofía, la literatura y más recientemente, por las ciencias sociales y las humanidades. ¿Qué se entiende por soledad? ¿Es una característica, un estado, un sentimiento? ¿Existen varios tipos? ¿Su manifestación depende de cada persona o de las circunstancias? ¿Las personas mayores son más susceptibles de experimentarla? ¿Cómo abordarla?, entre otros interrogantes posibles.
Aún en el Siglo XXI no se han logrado consensos generalizados y/o extensivos sobre la comprensión del tema y sus metodologías de abordaje. Lo que sí va ganando mayor aprobación, según la especialista Elisa Sala Mozos integrante del Observatorio de la Soledad de la Fundación “Amigos de los Mayores” de España, es que, por un lado, la soledad ha dejado de ser un fenómeno individual para pasar a ser social, ya que no sólo impacta en el desarrollo de las personas como individuos, sino también sobre las sociedades. Y, por el otro, que la soledad es un fenómeno complejo, diverso y plural, lo que equivale a decir que existen “soledades”, tantas como individuos que la vivencian. Dichas características hacen que comprenderlas en su contexto (tanto individual como comunitario) sea vital para detectarlas y abordarlas.
Los investigadores José Buz y Gerardo Prieto, basados en las concepciones de un pionero en el campo como Robert Weiss, distinguen entre dos tipos de soledades: la emocional que “se produce cuando la persona carece de una relación íntima y cercana con otra persona y suele remediarse estableciendo nuevos vínculos emocionales que reemplacen a los que se habían perdido”, y la soledad social que responde a la falta de un grupo de personas con quienes compartir aficiones e intereses.
En tal sentido, la soledad emocional puede ser “devastadora”, asegura Julian Barnes desde ámbito de la Literatura. “Es un estado donde poco a poco nos volvemos invisibles. No sólo para los demás, no sólo para ese universo social habitado por individuos que de pronto, no nos ven o no nos aprecian. En el momento en que los otros no nos ven, también nosotros empezamos a percibirnos invisibles”, argumenta este novelista británico en su libro Niveles de vida.
Otras de las definiciones la aporta la catedrática en Gerontología, Ramona Rubio Herrera, quien también realiza una distinción entre la soledad objetiva, como aquella vivencia real de estar solo/a, a la falta de compañía, que no implica necesariamente una experiencia negativa para el sujeto. Probablemente asimilable con aquella respuesta de El Principito, el clásico de Saint-Exupéry, que veía a la soledad como “un reencuentro consigo mismo” que no debe ser motivo de tristeza, sino un momento de reflexión. En cambio, la soledad subjetiva es “sentirse” solo/a, explica Rubio Herrera, y es más compleja y paradójica porque puede ocurrir aún ante la convivencia con muchas personas.
El filósofo Gilles Lipovetsky, se cuestiona sobre la soledad en las grandes urbes donde las costumbres individualistas de una sociedad de consumo, considera, conducen a un sentimiento de soledad creciente e inevitable. El coreano Byung-Chul Han, también desde la Filosofía, indaga sobre las sensaciones de angustia y aislamiento manifiestas en las que denomina “sociedades del cansancio”, donde prima “la hiperproductividad” como valor social y excluye a quienes no cumplen con ese mandato de época.
La soledad no buscada, no deseada, no elegida, percibida o involuntaria son otras formas de nominar la sensación de ser o estar invisible para las otras personas en determinados momentos vitales y de describir una experiencia triste y angustiante que pueden transitar las personas ante la ausencia de redes sociales o vínculos sólidos, puesto que este fenómeno es producto de la historia relacional de cada persona. Las implicancias repercuten inexorablemente en la salud física, mental y emocional.
Estas son algunas definiciones o pensamientos, entre muchos, acerca de la soledad. En ellas, las relaciones sociales adquieren protagonismo y marcan la relevancia de la presencia de otras personas en las vidas de todos y todas. En tal sentido, la soledad no es una experiencia angustiante o agradable en sí misma, por el contrario, es un fenómeno multidimensional que compromete diversos factores al mismo tiempo, tanto internos como externos (emocionales, cognitivos, psicológicos, vinculares, habitacionales, culturales, estructurales y demás), esto es, depende de las personas en determinadas circunstancias, vitales y sociales.
En su maravilloso libro, La vida en común, Tzvetan Todorov diferencia entre vivir y existir. Si bien los seres humanos compartimos con las plantas y los animales que la vida se compone de satisfacer las necesidades biológicas, las personas requerimos, con la misma urgencia, existir. Y eso sólo ocurre sólo cuando somos para los demás. En otras palabras, cuando somos reconocidos por otros seres humanos.
La soledad, ¿patrimonio de las personas mayores?
La soledad no es una característica o un sentimiento que le pertenece a una determinada edad o grupo social, aunque suele ser asociada “metonímicamente” con la vejez. Algunos estudios, que analizan las representaciones y prejuicios, señalan que dicha asociación abona una construcción social estigmatizante de la vejez, que define a las personas mayores como seres tristes, inactivos y destinados a la soledad. Su resignificación resulta uno de los grandes desafíos las sociedades actuales. Al mismo tiempo, otras investigaciones plantean que, si bien la soledad puede darse en todas las etapas del curso vital, otros procesos, como pérdidas vinculares, limitaciones funcionales y/o cambios en los roles sociales, hacen que pueda tener un mayor impacto y prevalencia en la vejez.
En el marco de la protección social, la soledad ha ganado mayor visibilidad e institucionalidad en el mundo (sobre todo en Europa) como tema relevante dentro de las políticas públicas destinadas al envejecimiento y la vejez. Prueba de ello son los casos de España, donde se implementaron sistemas de acompañamiento y un Observatorio específico; Portugal, en el que la Guardia Nacional Republicana (GNR) realiza «Censo de mayores» (el último en 2017), cuyo objetivo es identificar a la población que vive sola y/o aislada, y también se ha desarrollado un Observatorio; y el caso más paradigmático es el del Reino Unido, que creó en 2018 el Ministerio de la Soledad para atender la temática como un problema de salud pública.
Organismos internacionales e intelectuales señalan que la soledad es la “epidemia del Siglo XXI” que, paradójicamente, crece en un mundo hiperconectado. Sin embargo, “aún no hay datos suficientes para entender cómo funciona y, sobre todo, cómo disminuirla”, señala Montserrat Celdrán Castro, investigadora e integrante del equipo de trabajo del Observatorio de la Soledad de “Amigos de los mayores”, consultada por este Boletín.
La cantidad de hogares unipersonales es una de las referencias o un factor que se tiene en cuenta para detectar y abordar posibles situaciones de padecimiento de soledad subjetiva o no deseada. La vida “solitaria”, es decir, sin convivientes, no se trata de un fenómeno nuevo, es una realidad evidente que se afianza en Iberoamérica con un ritmo sostenido, tanto en el ámbito urbano como en el rural de sus países.
Aún con la actualidad y las proyecciones de este fenómeno, «vivir solo no es necesariamente algo negativo”, señala la académica chilena Sara Caro. El problema “es si la persona mayor no recibe apoyo de alguna institución, no hace vida fuera de su casa, si tiene problemas de dependencia. Es importante diferenciar a las personas que quieren vivir solas por autonomía, que quieren su espacio, su privacidad, de aquellas que se sienten solas o quedaron viudas», destaca la especialista. De manera complementaria, el experto Javier Yanguas manifiesta que “el análisis de la soledad no sólo es factible hacerlo desde los ‘modos de convivencia’, sino fundamentalmente analizando dos cuestiones: la red social y los sentimientos de soledad”.
En esa misma línea, Lourdes Bermejo, en diálogo con este Boletín, remarca que “lo más preocupante son otras características de la persona que vive sola: su estado de salud y su fragilidad, su capacidad para valerse por sí misma” y agrega que “los grupos de mayor riesgo son: mujeres, personas mayores, aquellas que no tienen una pareja confidente, que viven solas, con niveles bajos de estudios y de ingresos económicos”. De esta forma, la experta pone en evidencia la necesidad de detectar y abordar oportunamente aquellos casos que suponen un alto riesgo de exclusión social que vulnere aún más la vida de esas personas.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha reconocido que la soledad no deseada es uno de los mayores riesgos para el deterioro de la salud de las personas mayores y un factor determinante que facilita la entrada a situaciones de dependencia y que, en general, suele ser causada por el aislamiento social que genera la dificultad de salir de casa (cuestiones de salud, física, problemas de movilidad, falta de accesibilidad, entre otras) o por la pérdida del familiar con el que se vive.
Por tanto, la noción de “soledad a lo largo de la vida” adquiere especial sentido dentro de este campo de estudio y abordaje, tanto sea para identificar las características que puede asumir durante las diferentes etapas vitales, así como para desterrar la falacia de creer que se trata de un sentimiento que es patrimonio de la vejez. Lo otro que resulta relevante es que las soledades, deben ser abordadas desde un enfoque de género e interseccional, que tenga en cuenta la característica más significativa de las personas mayores: su heterogeneidad,expresada en el enfoque diferencial del envejecimiento.
La soledad durante y post pandemia: alerta edadismo
Con el advenimiento de la actual pandemia por COVID-19, las agendas pública y mediática se vieron alteradas en todos los países del mundo, debido a las características del virus y a las consiguientes recomendaciones vinculadas (principalmente) con la indicación del aislamiento social como medida preventiva. Frente a este contexto, la soledad (en particular la que transitan las personas mayores) se convirtió en uno de los tópicos emergentes que muy probablemente haya llegado para quedarse.
“Las personas mayores de 60 años, es decir, cerca del 13% de la población de la región (85 millones de personas) enfrentan una mortalidad más alta en la pandemia; por tanto, su demanda de atención especializada y crítica de salud es mayor. Asimismo, el aislamiento en que viven muchas de ellas limita su capacidad para responder a la enfermedad, genera riesgos para su seguridad alimentaria y puede afectar su salud mental”, señala un reciente informe especial sobre COVID-19 realizado por Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
La política de aislamiento declarada por la mayoría de los países de la región provocó respuestas similares a la hora de enfrentar posibles sentimientos de soledad: la modificación de las modalidades de actividades y servicios, de presenciales a virtuales, e incrementar y potenciar las iniciativas de voluntariados, con el fin de establecer contactos telefónicos o videollamadas con las personas mayores, además de abastecerlas de bienes esenciales para evitar salidas y posibles contagios.
La mayoría de los gobiernos fortalecieron sus espacios virtuales o crearon nuevas vías para garantizar el contacto con personal sociosanitario y disminuir los efectos negativos del aislamiento. Sin embargo, este nuevo escenario advirtió otro problema: no todas las personas mayores tienen acceso a dispositivos e internet o cuentan con las competencias necesarias para su uso.
Dicha desigualdad, denominada “brecha digital” o “brechas digitales”, por su carácter multiforme, viene estableciendo una separación entre personas que tienen conocimientos y acceso y aquellas que carecen de ello. Al respecto, autores como Sunkel y Ullmann señalan que “la penetración de las tecnologías digitales está muy concentrada en grupos específicos de personas mayores: las personas con cierto nivel de estudios, que residen en zonas urbanas y no pertenecen a grupos indígenas. Por lo tanto, la difusión de tecnologías parece reproducir otras desigualdades socioeconómicas”.
Aunque en tiempos de distanciamiento social el eje se ha puesto en la necesidad urgente de que las personas mayores tengan los conocimientos y prácticas para poder comunicarse con sus afectos, es un momento sustancial para comprender que la inclusión digital no es simplemente una capacitación tecnológica ni un problema técnico que se debe solucionar: en efecto es un derecho y una oportunidad para garantizar la plena participación social de las personas mayores y, con ella, construir una ciudadanía digital activa.
En este sentido, según una serie de investigaciones que recuperan Yanguas y un grupo de autores, existe una relación directa entre participación social y soledad, ya que ésta última “está determinada por lo que un individuo experimenta al menos veinte años antes”, hecho que determina que la situación de soledad no sea un resultado exclusivo del momento actual, sino de la historia relacional y de la trayectoria vital de cada persona. En ello radica la importancia de crear entornos, dispositivos, políticas que faciliten las oportunidades de participación y que valoren las relaciones sociales a lo largo de la vida (en términos de red y apoyo social), prioritarias para el desarrollo de todas las generaciones.
Así pues, promover la inclusión digital implica, para un conjunto de especialistas e investigaciones al respecto, la posibilidad de que las personas aumenten su autonomía y calidad de vida; fomenten sus relaciones sociales; favorezcan la solidaridad intergeneracional; logren crecimientos cognitivos; accedan a formación y a aprendizajes a lo largo de la vida, y a nuevas formas de comunicación como sujetos críticos y activos. De otra forma, las brechas digitales excluyen e inhabilitan a amplios sectores de la sociedad (como las personas mayores), profundizando las desigualdades y generando consecuencias en las subjetividades frente a posibles dificultades en el uso de tecnologías, que muchas veces se traducen en reproducciones sociales de estereotipos y prejuicios negativos que amenazan la autoimagen o generan “profecías autocumplidas” que pueden dar inicio o reforzar sentimientos de soledad subjetiva.
En relación a esto último, durante esta pandemia, el experto argentino Ricardo Iacub ha señalado que se ha reanimado “un nuevo relato de la vejez que la vuelve a ubicar en un escenario de riesgo, algo que es todo lo contrario de la labor en gerontología que se venía trabajando hasta ahora”. La amenaza que significa este virus para el colectivo de mayores exige estar alertas ante lo simbólico, no solo en la región sino en todo el mundo: el edadismo o viejismo activa situaciones de discriminación, segregación y exclusión, que crean o facilitan condiciones para el surgimiento o sostenimiento del sentimiento de soledad no deseada.
No obstante, algunas investigaciones que se realizaron durante este contexto de emergencia permiten destacar características positivas, pero aún invisibilizadas sobre este colectivo. En Argentina se llevó a cabo una encuesta a personas mayores para indagar sobre las vivencias de la cuarentena, a cargo de un equipo de profesionales de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. El análisis marcó que “una cantidad importante no aumentó sus horas de sueño ni pasa más tiempo acostado. Una buena parte sintió cambios moderados en cuanto a la ansiedad, pero son muy pocos los que sienten miedo a la muerte, y casi nadie se siente más irritable en este contexto. Una amplia mayoría tampoco nota cambios en la manera de concentrarse y muchos lograron tener aprendizajes como el uso de las nuevas tecnologías”. A propósito de estos datos, consultada para esta edición, Arroyo Rueda destaca que estudios iniciales en México descubrieron que las personas que durante su vida ya enfrentaron la soledad, son más resilientes cuando la viven en la vejez.
Frente a estas consideraciones, conviene aferrarse a la máxima de que “toda crisis encierra oportunidades” y desear que, una vez controlada esta inédita situación mundial, se abra un potente campo de acción para realizar muchas más investigaciones vinculadas a las personas mayores y para desarrollar las políticas públicas necesarias que asuman la real complejidad que conllevan los cambios sociodemográficos y culturales que atraviesan nuestras sociedades.
El mundo que comienza a reconstruirse post pandemia necesitará de mayor acción y trabajo conjunto para generar mejores condiciones económicas y simbólicas para todas las personas, con redes sociales y vínculos sólidos y con estados presentes que garanticen, en palabras de la experta uruguaya Adriana Rovira, el derecho humano a la vejez, el derecho a existir.
Hacia lazos comunitarios, solidarios y de cooperación
Tras la pandemia, se proyecta el aumento de la desigualdad en los países de la región, lo cual “compromete gravemente la posibilidad de poner fin a la pobreza en todas sus formas y en todo el mundo en 2030 (Objetivo de Desarrollo Sostenible) y más ampliamente el logro de todas las metas de la dimensión social de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”, tal como lo explícita CEPAL en su informe antes mencionado. Por ello -prosigue-, “la protección social y el bienestar deben ser vistos con una perspectiva de universalismo sensible a las diferencias, es decir, teniendo en cuenta las necesidades, carencias y discriminaciones de grupos específicos”.
En esta línea, el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, expresó en uno de sus discursos recientes que el mundo no debe volver a los sistemas que dieron lugar a la crisis actual. “Necesitamos un multilateralismo en red, más inclusivo. Hoy en día, los gobiernos están lejos de ser los únicos agentes de la política y el poder. La sociedad civil, la comunidad empresarial, las autoridades locales, las ciudades y los gobiernos regionales están asumiendo cada vez más funciones de liderazgo”, sentenció.
Por estos motivos, la consolidación regional se vuelve significativa y estratégica en este marco. La experta argentina, Mónica Roqué, y la Relatora sobre los Derechos de las Personas Mayores, en el marco de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Julissa Mantilla Falcón, coincidieron en una reciente videoconferencia denominada “La protección de los derechos de las personas mayores en el contexto de la pandemia”, en la relevancia de seguir ampliando la adhesión y consolidación de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores como instrumento vinculante continental, sobre todo en este contexto tan crítico.
Desde un plano más existencial, en distintas conferencias virtuales, la antropóloga y activista feminista Rita Segato ha señalado que esta experiencia inédita y crítica ha venido a recordarle a la humanidad que la naturaleza es indomable y que la proximidad física, la inmediatez del cuerpo del otro/a, es muy importante. En esa misma línea, Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, propuso recuperar, en estos tiempos de pandemia, tres preguntas esenciales para pensar en términos de comunidad: ¿Quiénes somos? ¿Dónde vamos? ¿Qué queremos?
Entre un sinfín de interrogantes, la pandemia trajo una pretendida certeza: la humanidad precisa de lazos comunitarios robustos, de relaciones sociales apoyadas sobre redes que contengan y de servicios de proximidad capacitados para poder existir.
*Nota Central publicada en el Boletín 21, «La soledad en las personas adultas mayores» del Programa Iberoamericano de Cooperación sobre la Situación de las Personas Adultas Mayores.